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Mi saya negra

En una ocasión sentí la voz de una de las niñas de la casa que llamaba –Aleja, Aleja, dígale a su niña que venga, y mi madre asombrada y casi orgullosa me repetía, –es contigo, es contigo. Salí a un amplio comedor con una gran mesa de cristal y una lámpara en el centro, con tantos bombillos como nunca había visto en mi vida, pero seguían las voces –Aleja, Aleja, dígale a su niña que venga–. Las dos niñas, paradas en el medio de aquella, sala sostenían entre sus brazos dos bulticos de ropa usada (hoy diríamos reciclada) con diversas prendas de vestir. Las primeras palabras de aquellas niñas de 12 y 13 años fueron: Pero que flaquita está, –lo que me abochornó y bajé la cabeza entre complejo e ira. –Esto es para ti por tus 15 años–, dijeron las niñas casi al unísono y depositaron los bulticos en mis manos, mientras mi madre detrás me susurraba –Dale las gracias, dale las gracias.

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